Cuando los días de verano se caracterizan por sus nubes grises, las horas de lluvia y una luz fantasmal ilumina cada hora. Cuando el verano se parece más a los vestigios de una memoria a medio olvidar, con colores tenues y esquinas borrosas. Cunado aceptas que esto es Inglaterra y el verano no se parece nada a lo que la palabra supuestamente implica.
Es entonces cuando, el día que el azul reina el cielo y el verde brilla con el color de la vida, que el alma se despierta temprano, feliz junto con los rosas y anaranjados del amanecer, un cielo claro y la promesa del calor del sol contra la piel.
Hoy es uno de esos días: un día de verano. Un día que, bajo ninguna circunstancia, pasaría debajo de un techo. Con el Peak District, un parque nacional al norte de Inglaterra, a 20 minutos de mi casa, saco mi bicicleta al calor de la mañana y la dirijo hacia lo que será un día inolvidable.
Andamos por senderos rocosos, la tierra aún mojada con rastros de lluvia de los días anteriores. Usamos nuestras bicicletas como una herramienta que nos proporciona felicidad. En dos ruedas y, de vez en cuando volando por el aire, exploramos nuevos caminos, cruzamos ríos, subimos cuestas y pedaleamos, bajamos cada vez más rápido – vida pura dentro y fuera de nuestros cuerpos.
Y las vistas… Es increíble cuánto cambian los paisajes con el paso de las estaciones. El intenso verde de las cumbres contrasta con el claro café de las sendas que corren como venas en su figura. Pero es el morado de las flores salvajes, compitiendo con el azul del cielo, que se roba toda mi atención. Y nosotros estamos ahí, en medio de este collage improbable de colores, saltando en las rocas y bajando a velocidades insensatas con los pies bien puestos en los pedales.
Es evidente que nadie ha pasado por estos caminos desde el invierno, cuando los helechos se encojen, retractándose contra el frio se vuelven cafés. Pero no más, ahora crecen hasta alcanzar la altura de mi estómago, mis hombros, cubriendo por completo el camino que seguimos. Engulléndonos en una mezcla de espinas salvajes y caricias verdes. Ocultando las bajadas repentinas y haciendo que pierda el equilibro, cayendo – otra vez – en las no tan acogedoras espinas de una zarza salvaje.
Cuando salimos a un camino principal mi bicicleta está adornada con lo que parece un penacho de helechos. Reímos. Estamos hechos un desastre, con lodo hasta las orejas y cortadas cubriendo nuestras piernas. Pero así seguimos, porque el camino adelante nos espera y el sol sigue fuera.
Regreso a la casa justo cuando aparecen las nubes, con las piernas cubiertas de sangre y lodo por igual y una de esas sonrisas que brotan cuando estás realmente feliz. La luz del sol, ahora tímida detrás de la inminente lluvia lucha por volver a tocar la tierra.
Detrás de la ventana el día está por terminar. Sonrío dentro de mí. Este no es cualquier día, este es un día de verano.
When the Summer Days
When the summer days aren’t more than grey clouds, long hours of rain and a ghostly light illuminates the passing hours. When summer resembles a half-forgotten memory, with its faint colours and blurry edges. When you come to terms with the fact that this is England and summer isn’t like anything the word is meant to imply.
It is then that, when blue reigns the sky and green shines with the colour of life, the soul wakes up early, together with the sunrise’s pinks and oranges, a clear sky and the promise of the sun’s warmth against the skin.
Today is one of those days: a summer day. A day that, under no circumstance, I’ll spend under a roof. With the Peak District only 20 minutes away from my home I take my bicycle to the morning’s warmth and guide it towards what will become an unforgettable day.
We ride through rocky paths, the ground still wet with the remnants of previous days’ rains. We use our bicycles as tools to happiness. On two wheels, and sometimes flying through the air, we explore new paths, cross rivers, go up hills and descend – every downhill faster. Pure life fills our bodies and is present all around us.
And the views… It’s unbelievable how dramatically landscapes change with the seasons. Light brown trails run through vivid green hills like veins, creating an incredible contrast. But it’s the wild flowers’ purple, competing against the sky’s blue, that takes all my attention. And we are there, right in the middle of this unlikely collage of colours, getting air on the rocks and riding down at foolish speeds.
It’s evident that no one has traversed these trails since winter, when the bushes shrink and, converting to brown, retreat to themselves to guard against the cold. But not anymore, in summer they grow until they reach my stomach’s – even my elbows’ – height, covering the path we’re riding on completely. They engulf us in a mix of wild thorns and soft, green caresses and conceal the sudden drops, making me lose my balance, falling – once again – onto the not-so-welcoming thorns of a wild bramble.
When we get back to the main path my bike is decorated with what looks like a tuft of bracken. We laugh. We’re a mess: mud traces up to our ears and we display cuts all over our legs. Yet we go on, because the sun is still out and the trail ahead awaits.
I get back home as the clouds roll in, my legs equally covered in blood and mud, and feel one of those smiles the you smile when you’re truly happy leap up on my face. The sunlight, now shy behind the imminent rain, still fights to touch the ground one last time.
Behind my window the day is coming to an end. I smile inside me. This is not any kind of day, this, is a summer day.
You are so making me want to leave London right now!!!